Aquellos Santos Padres Pasados

Vamos a presentar aquí los orígenes del Carmelo, de la Orden del Carmen, sin más adjetivos que lo definan. Vamos a comenzar  explicando el por qué del nombre.

El nombre de carmelitas es denominativo del origen que tuvo la Orden, y hace alusión a un lugar geográfico y a una tierra muy precisas. Al Monte Carmelo, que se asienta en la Bíblica Palestina. Una pequeña cordillera de unos 30 kilómetros de larga, que se adentra en la entraña de la Tierra Santa, desde el borde mismo del Mar Mediterráneo, en la  ciudad de Haifa, que hoy es la principal ciudad industrial del nuevo Israel. Situada a unos 40 kilómetros de Nazaret, y 120 kilómetros de Jerusalén.

El Monte Carmelo aparece citado en la Escritura. Y equivale a "Viñedo del Señor", o al vergel, el jardín hermoso de su propiedad.

El profeta Elías

Pero el nombre del Monte Carmelo va unido, sobre todo, a la figura ardiente del profeta Elias, que nos presenta el Libro de los Reyes. El vive en el Carmelo, en sus cuevas, y desde aquella soledad sale a defender con su palabra encendida la honra y gloria de Yhavé, al que olvidan los israelitas. Y en el Carmelo tendrá lugar el sacrificio que como reto a los sacerdotes de Baal, ofrece el profeta a Dios para demostrar que sólo El es el Señor de la tierra, al que se debe culto (I Re. 18). De manera que el Carmelo viene a recordar en la tradición bíblica el lugar de  asentamiento y la escuela de los profetas. Como aún hoy llaman a una de sus cuevas, que es centro de veneración de los judíos y árabes.

Y fue sin duda, este lugar, lo que atrajo hacia él a numerosos cruzados que, una vez conquistada la Tierra Santa, quisieron quedarse a vivir en ella. El caso es que una numerosa juventud de la Europa cristiana se lanzó a la guerra para hacerse con la posesión de los Santos Lugares, por aquel entonces en manos de musulmanes. Muchos dejaron allí su sangre. Y otros, una vez conquistada la Tierra para el cristianismo, quisieron gastar también en ella la propia vida, dedicada ya al servicio del Señor, y no de las armas.

Unidos en comunidad

Al principio aquellos cruzados vivieron desperdigados, como verdaderos eremitas, ocupando las cuevas del Carmelo. Pero poco a poco descubrieron la necesidad de agruparse, tanto para su defensa material del acoso de los musulmanes, como para su provecho espiritual, buscando una vida más ordenada y un gobierno más religioso.

Y solicitan al obispo de Jerusalén, una Regla de vida. Es así como hacia 1209, Alberto, el referido Patriarca de Jerusalén, les da una Regla para gobernarse. Aquel grupo de ermitaños viven junto a la fuente que llaman de Elías, en la ladera misma del Carmelo, en las proximidades de Haifa, donde se dan a la oración constante, al ejercicio de la virtud y el trabajo, a sostener el culto litúrgico y la veneración a la Virgen María.

Lo substancial de la Regla y propósito de vida que el Patriarca les propone es vivir en obsequio de Jesucristo, armados de las virtudes teologales, en una escucha permanente de la palabra de Dios, teniendo en común todas las cosas, y ejercitando la sobriedad, la abstinencia, el silencio, y en sumisión humilde al Prior, y ayudados por el auxilio y la corrección de los otros hermanos, con los que a diario se han de encontrar para la Eucaristía, el rezo de la Liturgia, y la comida. Mientras el resto de la jornada lo viven en soledad, dedicados al trabajo manual liberador de tentaciones que trae la ociosidad. Estamos, pues, en pleno siglo XII, y acaban de nacer los Carmelitas.

Pero aquella soñada paz y aquella vida en tierra tan amenazada de guerras, podían durar poco. Así que pronto los eremitas se vieron en la necesidad de emigrar, y se fueron hacia Europa. De modo que hacia 1238 los encontramos ya asentados por muy diversos lugares como son Chipre, Francia, Italia, Inglaterra. Lo que motivó una necesidad de ajustar su vida a la nueva realidad, y se convirtieron en una de las Ordenes Mendicantes, que en aquel momento tenían también su nacer en Europa. Y puesto que venían del monte Carmelo, empezaron a llamarles sencillamente Carmelitas. Aunque el título justo con que ellos se acreditaban era el de Hermanos de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo.

La Orden se consolida

Buscaron la aprobación de los Papas, sometiendo la Regla a su legitimación. Y así lo hace Honorio III en 1226.

El asentamiento de la Orden en Europa conoció las naturales dificultades que cabía prever, pero poco a poco fueron venciéndose los obstáculos, contando con la ayuda de la Virgen de la que se acreditaron como grandes devotos aquellos primitivos religiosos.

Algunos sobresalieron por su doctrina, como Juan Bacontorp, Francisco Bacón, o Amoldo de Bostio. Otros fueron eminentes por la santidad de su vida, como San Simón Stock o San Pedro Tomás, san Andrés Corsini, y San Alberto de Trápani.

Juan Soreth es al que se tiene como fundador de la rama femenina de la Orden, que se refiere a las carmelitas de claustro, por haber sido él quien recibió como monjas a las primeras beatas o mujeres, que ya vivían agrupadas en monasterios. En aquellos tiempos el único modo reconocido para que las mujeres pudieran vivir consagradas era la clausura, las monjas misioneras vendrán unos siglos después en la historia. Las primeras monjas habían sido reconocidas en 1452.

La Encamación de Ávila

Uno de estos monasterios será el de La Encarnación, fundado en la ciudad de Ávila el año de 1515, donde ingresará como monja Teresa de Cepeda y Ahumada, que con el paso del tiempo será Teresa de Jesús. Mujer que no se contentará con vivir lo que allí se le presentaba, sino que quiso volver a los orígenes de la Orden y vivir la entrega a Dios con total y profunda radicalidad, dando origen a una nueva Orden en la Iglesia: Carmelitas Descalzas (y Carmelitas Descalzos).

La casta de donde venimos

El hecho incuestionable es que Teresa no sólo no se desgajó del viejo tronco del Carmelo, sino que procuró vigorizar sus raíces con nueva savia. Y su constante preocupación no era otra que ser fiel a lo más original del mismo. El cultivo de la soledad, la vida de oración, el espíritu mariano. Y ahí están sus consignas grabadas a fuego en sus obras, en sus libros, recomendando siempre poner "los ojos en la casta de donde venimos", en aquellos santos padres pasados del Monte Carmelo, que en tanta soledad, y con tanto desprecio del mundo buscaban esta preciosa margarita de la contemplación.

Y la historia sigue dando fe de que no ha habido en todos los siglos que la Orden lleva vividos ningún hijo del Carmelo que haya hecho crecer la Orden tanto  como ella, ni que tanto la haya revitalizado. Por lo que en buena justicia de ningún otro hijo ha de sentirse más orgulloso el Carmelo, ni más agradecido que de Teresa.

Lo que pasó después, es que el impulso que ella dio a la causa renovada de la Orden tuvo tanta fuerza y creció tanto, que al final, después de morir Teresa, su Carmelo se constituyó en familia independiente. De esta forma y fruto al fin de una fecundidad que no se corrompe al desdoblarse, el Carmelo lo componen hoy dos familias hermanas: el que llamamos de la Antigua Observancia y el Carmelo Teresiano (o Descalzo), sin que ninguno de ellos pueda apropiarse el privilegio de la herencia, en exclusiva, de aquellos "santos pasados".

La soledad recuperada del Carmelo

Hay un pequeño detalle, con todo, que Teresa no podía barruntar siquiera en su encendido amor a la Orden, y en su mirada de nostalgia hacia los santos pasados y las soledades del Monte Carmelo. Y es que, andando el tiempo, uno de sus hijos del Carmelo teresiano, el P. Próspero del Espíritu Santo, un riojano de pro, -de Calahorra para más señas- llegará en 1631 de nuevo a las costas de Haifa. Y después de penalidades sin cuento, establecerá la vida del Carmelo Teresiano en el mismísimo Monte Carmelo, que volvía así a sus raíces tras cuatro siglos de ausencia de los carmelitas.

El hecho es que, desde entonces, el Carmelo Teresiano ha procurado mantener allí una fraternidad de la que es prior el propio General de los descalzos, como si quisiera vivir en contacto real y permanente con las raíces de aquellos primitivos ermitaños, mientras en tantos otros sitios se ejercita el celo ardoroso de Elías.

Muchas veces han sido expulsados los carmelitas, de hecho, a lo largo de estos siglos, de la Tierra Santa, del Monte Carmelo que fue su primer hogar, pero otras tantas han vuelto con notable tenacidad. Y allí siguen hoy, con tres comunidades de varones, una en la misma ciudad de Haifa, y dos en la propia montaña del Carmelo, a ambos extremos de la cordillera. La una es el lugar llamado del Sacrificio, en memoria del de Elías en reto a los sacerdotes de Baal; la otra sobre la bahía de la ciudad, y llamada bien apropiadamente Stella Maris. Y allí está la Basílica de la que es Reina y hermosura del Carmelo, estrella, en fin, del mar, y que tiene su asiento sobre la que la tradición llama cueva de Elías. Y a no mucha distancia existe también un Carmelo descalzo femenino, como si quisiera cumplir el sueño de Teresa, ermitaña del Carmelo, igual que los profetas.

A unos cinco kilómetros de este emplazamiento, y en otra ladera del propio Monte Carmelo, excavaciones recientes han sacado a luz las ruinas de un convento construido en tiempo de los cruzados, que es sin duda el emplazamiento de aquel cenobio en que nació el Carmelo.

Ahora Comenzamos de Nuevo

Santa Teresa de Jesús supo hacer vida el ideal soñado creando el conventito de San José, en la ciudad de Ávila, el 24 de Agosto de 1562, don­de pasó cinco años como en un "cielo". A medida que pasaba el tiempo, Teresa iba convenciéndose que aquella vida, la entrega radian­te y generosa de aquellas jóvenes, era como un tesoro que Dios le había confiado y que más pronto o más tar­de tendría que repartir. De forma que aquella riqueza se multiplicara para multiplicar también su eficacia dentro de la Iglesia a la que quería servir con su ora­ción y abnegación. Además, no faltaban las solicitudes de nuevos ingresos a los que no se podía dar acogida por falta de espacio y por haberse cubierto el límite fijado.

Mientras Teresa reflexionaba estas cosas, acertó a venir al conventito de San José un franciscano singu­ lar, el P. Alonso Maldonado, predicador fogoso, que ve­nía de América reclamando ayudas y ponderando los millones de almas que se perdían por falta de doctrina. La Madre le escuchó sobrecogida. Y sintió que en lo más hondo de sus entrañas se reavivaban sus ansias misioneras de trabajar por la salvación de las almas, que era su gran deseo y envidia irremediable, dada su condición de mujer y las limitaciones que estas tenían en aquella época. Y ya que no le era posible se­ guir los pasos ardorosos del franciscano, pensó que ha­bía que multiplicar aquellas comunidades orantes de gente que todo lo dejase para orar por los que son "de­fendedores de la Iglesia". Y cuando un día lloraba in­consolable, rogando al Señor que le ayudara a poner por obra estos deseos, creyó escuchar una palabra con­soladora que le decía: Espera, hija, y verás grandes cosas.

La visita del P. Rubeo

Y a fe que las vio. La primera de todas, que pronto llegaba a España, y a Ávila, el general de la Or­den, P. Rubeo, al que confió sus ansias del crecimiento de la misma. Parece que el diálogo entre los dos fue prolongado y repetido, y bastó para despertar en el general una admiración sin límites por la Madre, al comprobar su madurez, su profundidad, y su amor apasionado a la Orden y a la Iglesia.  Dos cosas muy concretas le propuso Teresa, partiendo de la experiencia de aquellos años vividos en San José. Crear nuevos monasterios de monjas que ha­bían de vivir a semejanza de lo que él allí veía, en po­breza compartida, en estricto recogimiento y en cons­tante oración. Siempre comunidades reducidas.

La segunda propuesta era más sorprendente. Se trataba de crear comunidades de religiosos: comunidades redu­cidas, que vivieran en fraternidad y pobreza comparti­da, en retiro y oración. Con dos añadidos necesarios: el ministerio apostólico de servicio a la Iglesia y sus necesidades, y una ayuda especial a prestar en la guía de las otras comunidades, las feme­ ninas.

Respecto a lo primero, el general no tuvo dudas. Dio todas las bendiciones al proyecto e invitó a fundar a la Madre todos los conventos que pudiese dentro de Castilla, convencido del bien que iban a suponer para la Orden y la Iglesia. Lo segundo, en cambio, despertó sus recelos, alertado por otros experimentos habidos en la Orden y donde los religiosos reformados acababan por plantear diferentes problemas. Más que fundar nuevas casas de religiosos, el P. Rubeo prefería ir re­ novando poco a poco las que ya existían. Así que no dio permiso para estas casas de religiosos, aunque también otras personas se lo rogaron, como el propio obispo de Ávila.

Pero Teresa no era persona fácil en dar­ se por vencida. Así que siguió insistiendo y escribió una carta al P. Rubeo, que andaba ya por Valencia, reafir­ mando su petición y sus razones. Por carta del 10 de Agosto de 1567, desde Barcelona, el P. Rubeo autorizaba a fundar dos casas de "carmelitas contemplativos". Habían de ser den­tro de Castilla.

Carmelitas contemplativos

Podemos suponer el gozo con que Teresa recibió la noticia, y la entrega apasionada con que se dispuso a cumplirla. Mientras le llega, ya ha fundado otro con­vento de monjas, en Medina del Campo (provincia de Valladolid). Y como no piensa en otra cosa y ha tenido confidencias de la carta del General, no hace sino buscar candidatos para su convento soña­ do de frailes.

Dio con los dos pri­meros: Juan de Santo María (que después sería Juan de la cruz) y Alonso de Jesús, y ella misma buscó una casa. Pronto le ofrecieron una en un pueblo de Ávila, llamado Duruelo. Y aun visitó y trazó el monasterio, antes de que lo conocieran los dos candidatos.

Hubo no pocos obs­ táculos que sólo su diligencia venció, hasta poder inau­gurar la casa de frailes reformados (o descalzos) el 28 de Noviembre del 1568. Ciertamente sin su presencia física, pero no sin el concurso invenci­ble y ardoroso de su espíritu. Y apenas le fue posible, en la Cuaresma del 1569 se llegó hasta Duruelo para comprobar por sí misma la marcha de todo, volviendo a mantener entonces un largo coloquio sobre lo que ella pretendía.

A   pesar  de   todo,   Teresa  marchó  contentísima, viendo aquel conventito fruto de sus ilusiones, desde el que además se servía afanosamente a los pueblos ve­cinos, y se sintió verdadera madre de aquella comuni­dad, confesando humilde: que "bien entendía era esta muy mayor merced", el fundar casas de frailes, que no las de las monjas.

La casa de Pastrana

Al hospedarse la Madre Teresa de Jesús, en Madrid, en casa de su amiga D a Leonor de Mascareñas, ésta le presenta a dos ita­lianos, ermitaños, que quieren ir a Roma para conse­ guir licencia de perpetuar su género de vida que ha si­do suprimido por Trento. Les ha ofre­ cido Ruy Gómez una ermita en Pastrana para que sigan sus intentos. Cuando la Madre sabe de sus propósitos, admirada de aquel hallazgo, afina sus dotes persuasivas y les propone se hagan descalzos, realizando en Pastra­ na la segunda fundación de contemplativos consentida por Rubeo.

Ellos aceptan la propuesta, y resueltos todos los trámites de rigor, se convierten en Fr. Ambrosio Ma­riano, y Fr. Juan de la Miseria, iniciando la vida carmelita descalza .

El noviciado de Pastrana crecerá pronto de forma espectacular, convirtiéndose en la verdadera casa madre de la descalcez, al que acuden numerosos estudiantes de Alcalá de Henares (Madrid). Quizá por este motivo y por lo que puede servir de centro a los estudiantes que salen de Pastrana, se piensa en Alcalá de Henares para hacer otra fundación descalza, y gracias a la mediación de Ruy Gómez se consigue permiso del General, y se hace en 1570.

Crisis de crecimiento

Las dos primeras fundaciones, fueron gestionadas por la Madre de forma directa, que buscó al personal y tra­tó de inculcarle sus ideales de crear aquellas pequeñas fraternidades donde prime la sencillez, la pobreza, el recogimiento, la interioridad. Y a lo que deberían añadir, como peculiar suyo, de hombres, la entrega apostólica y la solicitud fraterna por las monjas.

La vida de la mayoría de quienes abrazan la descal­cez está muy hecha, y no admiten demasiados c ambios. Es gente mayor, sin mucha selección y provienen de otras órdenes, o de la vida eremítica suprimida, o de la Orden del Carmen, y no entienden que haya otro camino hacia la santidad que el que ellos vienen practicando, a años luz, a veces, de la suavidad teresiana.

También entraron entre los descalzos sujetos de valor, hombres de cultura, que por más que fueron du­ ramente probados, salieron de allí curtidos en la virtud. Ejemplo de esos hombres ilustres, que harán también crecer luego la Reforma son, Fr. Agustín de los Reyes, Fr. Juan de Jesús Roca, y Fr. Je­rónimo Gracián, que es ganado para la reforma por las oraciones de las descalzas de Pastrana, y de la Madre ante quien han ponderado las cualidades de sencillez y simplicidad del joven sacerdote de Alcalá.

Por otro lado esa afluencia masiva de gente entre la que prende la austeridad de Pastrana, exige más conventos. Y así se crearán los de Altomira (Cuenca) en 1571, la Roda (id) en 1572, Granada, 1573, La Peñuela , en el mismo año, los Remedios de Sevilla en 1574, y Almodóvar del Campo en 1575.

Encuentro providencial

La Madre se encuentra con el P. Jerónimo Gracián por primera vez en Abril de 1575. Y es tal la impresión que le causa que la Madre queda cautivada por el joven religioso, que tiene exactamente treinta años. Es como si acabara de des­cubrir, de carne y hueso, "el carmelita teresiano" soñado por ella, en aquel hom­bre de talante apacible, de virtudes humanas exquisi­tas, lleno de ansias apostólicas, y con evidentes dotes gobierno.

El, a su vez, queda desbordado por los dones extraordinarios de Teresa. Y llegará a asimilar en profundidad, como ninguno otro lo hizo, el pensamiento, el espíritu, el estilo teresiano, que trata­rá mientras viva de inculcar, que defenderá como una herencia preciosa cuando ella muera, y por cuya fideli­dad padecerá graves persecuciones.

En medio de la tormenta

Teresa de Jesús con ese amor a la verdad de la que es apasio­nada, no dejará de reconocer algunos errores cometi­dos por los frailes, como el mismo de no haberse mani­festado más confiados con el General, informándole de los  pasos  dados. Pero, hijos en fin, defendió su causa, y batalló con todas las fuerzas de su alma recia has­ta conseguir lo que a juicio de ellos les pareció lo más conveniente: la constitución de una provincia reforma­da independiente.

La lucha fue larga y tenaz, si bien a partir del 1579 se fueron apaciguando y serenando mucho las cosas, hasta conseguir lo que se proponían en 1580.

El sueño deseado

Al fin, salió Gracián elegido provincial de la provincia Carmelita descalza, como la Madre Teresa proponía, y todas las descalzas lo celebraron, sintiéndose segu­ras. Pero nadie, como Teresa, que después de tan tenaces y continuos esfuerzos sintió que podía de­jar tranquila el timón de su navecilla en las manos jó­venes, expertas y fieles de Gracián. Teresa sintió que la Orden renacía de su esfuerzo y el de los hijos, y les instó: "Ahora comenzamos de nuevo. Y pro­curen ir comenzando siempre de bien en mejor".

Los religiosos fundan, a su vez, en estos años las casas del Calvario, en 1576, Baeza, en 1579, Vallado lid, en 1581, y Salamanca, en 1582.

Pero cuando la Madre debió sentir un gozo estremecedor es cuando, a impulsos de la gestión y el celo de Gracián que ella admiraba y bendecía, se preparó la primera expedición misionera, que salió de Lisboa en Abril de 1582, rumbo hacia el Congo.

Por caminos inesperados

La suerte y la historia de los frailes, corrió unos caminos com­plicados y extraños desde la muerte de Teresa, y más aún al terminar el gobierno de Gracián. Ciertamente siguió creciendo, y ya en 1583 se funda en Italia, y se prepara en el 1584 la primera expedición de religiosos a Méjico, que saldrá al año siguiente.

Pero ese mismo año, al terminar como provincial Gracián, le sucede en el provincialato Nicolás Doria. Y como los nuevos superiores de que se acompaña no están tan embebidos en el espíritu de la santa, fueron dando un giro grande a la vida de los descalzos, haciendo prevalecer el reti­ro sobre el apostolado, e imponiendo una tendencia de rigor y aspereza, un estilo de gobierno bien distinto del que tanto había admirado en Gracián la santa.

Ante esto, los carmelitas descalzos que se encontraban en Italia dieron principio, más de acuerdo con el espíritu teresiano, a la Congregación italiana de San Elías, ca­pitaneados por algunos carmelitas verdaderamente exi­mios, como los españoles: Fernando de Santa María, Juan de Jesús María, Pedro de la Madre de Dios, a los que luego se sumarán Domingo de Jesús María y Tomás de Jesús.

Desde entonces hasta el siglo XIX, los descal­zos formaron dos familias paralelas. La española, más replegada sobre sí misma, y con una dimensión de retiro y penitencia. Y la italiana, que es la que se extendió por todos los países del mundo, de Europa especialmente, y que cultivó con ardor la vocación misionera y apostólica. Por motivos políticos, en el siglo XVIII se formó una tercera Congregación, la de Portugal, aunque duró poco tiempo.

Las dos Congregaciones primeras crecieron pronto en número, y a principios del siglo XVIII, cuando ape­nas contaban 100 años de vida, había en cada una de ellas, casi 4.000 religiosos carmelitas, repartidos en unos 150 conventos en España, y unos 180 en Europa. Fue, sin duda, el punto más alto de su historia. Luego vino el declive, motivado por la Revolución francesa y las diversas persecuciones que se originan en todos los países. La Congregación española queda suprimi­da en 1835 con la llamada desamortización y exclaus­tración de Mendizábal. Y la italiana corrió pareja suer­te en muchos países, si bien al estar extendida por otros muchos, pudo rehacerse más fácilmente.

A pesar de esas vicisitudes que pusieron al Carme­ lo Teresiano de hombres en trance de desaparecer, en España se restauró la Orden en 1868, y lo mismo fue haciendo en los otros países de Europa, estableciéndose también en los de América. Pero ahora formando todos una sola Orden .

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